ÉL DESALMADO.
El tiempo transcurría y el viento nunca paro. Era algo
sumamente lógico, pues eso nunca pasaría, los árboles no pararían de producir
oxígeno, con el cual crearían aquellas brisas que a las que nosotros
llamaríamos aire. El otoño. Esa era una estación que a él le disgustaba
completamente. Nunca fue fiel a una estación, nunca lo sería. Aunque a veces él
podía ser tan frío como las oleadas invernales que arrasaban con toda la vida
floral, ni siquiera con eso se le podía comparar. Una vida tan sola, desde que
tenía cinco años él siempre fue solitario, con la soledad ocupándola como
refugio. Nunca le temió.
John Halter. Es aquel hombre, ese que con el pasar del tiempo se
volvió tan gélido como un tempano de hielo. Tan irracional como un animal. Tan
insensible como sólo un asesino desalmado podría ser. ¿Pero quién lo culpaba? Si no tuvo la
educación adecuada.
Dicen que la gente puede cambiar, pero otras recalcan que eso
es imposible. Yo creo que es algo del destino y, quizá con mucho esfuerzo se
puede lograr. Esa es una teoría i… para John. Aquel hombre que nunca imaginamos
que podría mostrar siquiera una sonrisa alguna, o un destello de felicidad; lo
logró.
Capítulo 1
¿Para qué estamos en este mundo? ¿Cuál es nuestro propósito?
Siempre me he cuestionado acerca de eso desde que mis padres me abandonaron esa
noche fría de agosto. Un pequeño niño de tan sólo cinco años jamás podría
sobrevivir a tan cruel y frío mundo. Sin embargo, yo sí pude.
John Halter. Ese es mi nombre. Nadie me conoce, ni siquiera
pueden llegar a deducir como es mi personalidad. No había sido tan reservado, ¡qué
digo! Siempre lo he sido. La señora que cuido de mi por tres años era una vieja
cascarrabias, de esas personas que se creen (imponentes) ante los demás, a las
que les das un solo aliento y se crecen. No la podría culpar por sus actos, no
lo haría aunque pudiese ya que, yo soy una de esas personas que van con la
soledad de compañía. De las que en las tardes sólo caminan con sus sombras como
guía. Debía admitir que tenía problemas, o eso me afirmo la última psicóloga
con la que fui. Pero yo sabía que no era así, yo me encontraba perfecto, no
tenía ningún problema, ¿ella como podría saber si lo tenía si nunca paso por lo
que yo? La gente tiene sus razones de ser como son, pero siempre son juzgados
por la sociedad, de los gremios creyendo superiores a ellos. Teniendo siempre
en mente que creen saberlo todo al respecto de la vida, que se creen algo más
allá de lo humano, incluso, que tienen derecho a criticar por pertenecer a uno
o tener lo que tienen. Entre más lo pensaba más me enferma la ** de la gente.
Era esa una razón por la cual no encontraba compañía con nadie.
La universidad no era fácil, quien decía eso no entendía por
lo que pasaba. Nada en esta vida podía llegar a ser tan fácil como ellos
alegaban, ¿qué clase de idiota lo comprendía?
Envidioso y sin objetivo alguno, esa era sin duda, una
descripción certera. Nadie tenía la culpa de lo que me había pasado, pero con
cada día que pasaba, más ermitaño me volvía. Incluso, una vez paso por mi mente
la idea de terminar con todo, no necesitaba seguir congeniando con las ** que
vivían en este planeta. Después, escuché
aquella frase estúpida anunciada en un periódico ‘La muerte es una
solución eterna a un problema pasajero’. ¡Qué demonios!
Yo no conocía ningún sentimiento que fuese ajeno al odio, la
pereza y la poca falta de energía y sentido por la vida. Me quejaba mucho, más
que cualquier otra persona, pero a diferencia de los divulgadores, yo lo hacía
en silencio. Las críticas era algo crucial en mi cotidiana vida, no podía ir
por ahí sin hacerlo, siempre hallaba cualquier defecto en algo o alguien, y sin
más ni menos, tenía la necesidad de hacerlo notar. Era completamente
despreciable. Mi madre siempre procuró que fuese una persona de bien, siempre
respetuoso y afectuoso, pero ella no entendió que a mis cinco años de edad lo
único que me importaba era atascarme con dulces todas las tardes en el tarro de
la tía Jane. Es por eso que nunca entendí su concepto de que esperaba de mí. Y remontándome
a mi miserable vida, entrando a mi familia; ÉL señor al que nunca pude llamar
padre, de él no me esperaba menos que su estúpida muerte. Un briago y
drogadicto desempleado sin ninguna virtud, la peor persona quizá antes de mí. No
se cómo mi madre pudo soportarlo hasta el día de su innombrable e indiscutible
acto de abandono. Para ser sincero, nunca confíe en ellos, no le he hecho con
ninguna persona. Dejando de lado mis problemas personales, la vida en Mistrits
era más monótona que un rebaño de vacas pastando. Viéndolo bien, era
exactamente lo mismo, las vacas eran las personas y pastaban en esta cuidad
abandonada por dios felizmente, gozandolo como cualquier vacuno haría.
Era mi segundo semestre en (una carrera) y ya no soportaba
la indecencia de la profesora. Esa mujer tendría alrededor de unos veintinueve
o treinta años, y siempre lucía como prostituta. Típico de una profesora de
(***) soltera, siempre tratando de llamar la atención, y con suerte pescaría algún
cardo en el estanque. Asquerosa y repugnante mujer. Sesenta, cuarenta, setenta
y tres; medidas de las cuales un hombre –hablando de niños creyéndose uno- no
podría resistir. Una señora que lucía como masa para pastel, con un tatuaje en
el tobillo y fumadora. Sí, definitivamente toda una ‘belleza’.
Golpeaba el lápiz contra mi carpeta en lo que examinaba el exterior
en busca de posibles víctimas. Mentes inocentes llenas de cosas idiotas en la
mente, tan sencillas de adivinar, sexo con un poco de drogas y adrenalina. Con
eso y ya se sentían todos unos hombres. Otra razón más por la que quería
desaparecer de esta sociedad llena de gente ignorante, con problemas… Me detuve
un momento a pensarlo. Finalmente me había dado cuenta que yo no era el del
problema, si no la gente que habitaba en este lugar lo era. Me recargué en mi
mano izquierda observando el exagerado escote de Candy, todos sus cenos casi saliéndose
de la blusa. Mi lápiz no dejaba de revotar en la carpeta y los labios –al igual
que todo en ella- con exceso de colágeno se movían tan lentos, cuando entre
palabras se mordía o chupaba estos. Giré mi vista de aquella aterradora escena
para darme cuenta que todos los hombres de la clase no podían quitarle la
vista, todos alardeaban con ella, regresándole los mismo gestos o mandándole besos.
Si no fuera por la pésima calidad de enseñanza o la falta de importancia en la
educación de esta escuela, pediría un cambio, lo cual, sólo volviendo a renacer
en otro lugar cambiaría.
Miré el reloj arriba del pizarrón, y a pesar de que mi mente
divagaba en toda la clase, esta parecía eterna.
-¿Entendieron? –habló con un tono fuera de lo normal.
-Si-i.
El banco de cardos asintió al unísono. Resoplé el mechón de
cabello que colgaba en mi frente y regresé mi vista a la ventana sin prestarle
atención.
No podía entender como algunas mujeres simplemente dejan
todos sus estándares y se convertían en lo que Candy. Era una desgracia
combinada con la decepción de la salvación. Hasta ahora no había encontrado una
sola mujer con la forma de pensar como yo, y no esperaba hacerlo. Entender a
las mujeres era inútil, y para una persona como yo, sólo implicaba gran pérdida
de tiempo. Con tanta gente así, el mundo debería arder para que pudiese purgar
de tanta peste. Y sí, si lo preguntan, también me incluí en eso.
-John, por favor al final de la clase te quedas. Necesito
hablar contigo de un asunto muy serio –me ordenó Candy con un tono un poco
exitado.
Rodeé los ojos y no faltaron las miradas de desdén junto con
las críticas sin fin. Esos inútiles no tienen el derecho de criticarme, no es
cómo si tuvieran el IQ más elevado que yo, o mejor aún, no es como si fuesen
mejores que yo para hacerlo. No era como si alguien me entendiera. Di un último
golpe fuerte con el lápiz en mi carpeta, empujé con (furia) mi asiento y de la
misma manera eché la carpeta a la mochila. Con un paso ruidoso y notable bajé
por todas las escaleras hasta su escritorio. Cuando subí mi vista a su horrendo
rostro, hice un gesto de disgusto que no pude evitar. Estaba sentada encima del
escritorio mostrando su ropa interior gracias a su minifalda, aprentando sus
brazos para estrujar sus pechos hasta el punto en el que casi se salían de su
sostén. Jugaba con uno de sus rizos decolorados, mordiendo su labio y seduciéndome
con la mirada.
-Esperemos a que se vayan todos, no puedo mencionarlo frente
a –apunto con la vista a dos adolescentes que se encontraban guardando sus
cosas-, tu sabes –me sonrió y guiñó el ojo.
Esperaba realmente que tuviera algo bueno que decirme,
porque mi tiempo era lo suficiente valioso como para que lo desperdiciara con
ella. Tan solo al verla me preguntaba porque carajo seguía esperando a que esos
nerds se largaran de aquí lo más pronto posible para que esta (mujerzuela)
terminara con lo que tenía que decirme, cuando me podía ir sin escucharla.
Finalmente su fueron así dejándome solo con ella.
-¿Qué quieres Candy? –comencé a interrogar antes de que ella
pudiese divagar con otra cosa-. Espero que sea bueno, no tengo ganas de perder
mi tiempo contigo.
-Auch. ¡Golpé bajo!
-me jaló de la playera hacía ella sin importarle lo que había dicho-.
Pero para tu mala suerte no me importa –ronroneó en mi oído mientras metía sus
manos en mi playera-. ¿Qué te parece si jugamos al chico malo y la maestra loca
por el sexo?
Aleje mi cara lo mejor que pude de ella. No tenía la
necesidad de pasar por sus sueños eróticos ahora ni nunca, si no podía
conseguir a alguien para realizarlos yo no se los cumpliría. Pero había algo
aquí que no encajaba, ¿por qué ella querría ofrecerme esto si no era la clase
de chico que alguien desearía? Esta señora definitivamente tenía mal la cabeza,
nunca sonreía, mucho menos prestaba mínimo interés en algo o alguien ¿por qué a
mí? La última chica que intentó socializar conmigo me llamo sínico amargado,
con problemas mentales y emocionales (por supuesto, eso gracias a mi falta de
emociones), agregando que sería la última persona con la deseaba estar.
-Candy, no estoy de humor para tus juegos. ¿Qué quieres?
Dime o si no me largo.
-Uy, alguien se pone rudo –beso mi mejilla-. Creo que
después de todo si jugaremos ¿no? –Enredó sus piernas en mi cadera acercándome más
a su boca-. ¿Con que te apetece empezar? Tenemos una hora antes de que comience
mi otra clase, y nadie pasa por aquí. Podemos hacerlo en el escritorio. Es
completamente placentero, te lo aseguro –lamió mi oreja.
No tenía ningún deseo de pasar una aventura con ella, ni
siquiera tenía un deseo en esta vida. No me causaba sentimiento o reacción
alguna lo que ella hacía, nada lo hacía. No disfrutaba nada, pero si podría
disgustar de todo. Quizá esa chica tenía razón, era un sínico amargado con
problemas mentales y emocionales. En fin, no me importaba en lo absoluto lo que
una plástica -como la que tenía enfrente- pensará de mí, ni ella ni nadie.
Tomé las piernas de Candy y las quité de mi torso. Empujándola
lejos de mí.
-Hablé enserio Candy. ¿Esto era para lo que querías que me
quedara? –subí mi tono de voz.
-Deberías de relajarte John, eres un chico tan sexy, esa
actitud no te va –se echó para atrás recargándose de su brazo derecho mientras
mordía su uña inspeccionándome-. ¡Mírate! Alto, atlético, ojos verde intenso,
cabello largo y de color chocolate. Tu piel es blanca, pero no lo suficiente,
se podría decir que casi de un tono perfecto. Y tú simplemente eres un idiota.
-¿Eso es todo? –pregunté con poco interés.
-No. Si sigues siendo así créeme, nunca tendrás novia –Se levantó
del escritorio-. Lo cual, si me lo permites decir, sería una lástima. Un
desperdicio de belleza.
–Gracias por quitarme media hora de mi valioso tiempo. No
quiero que me vuelvas a citar con propósitos tan estúpidos como este.
Acomodé mi mochila en el hombro y sin más que decirle caminé
a la puerta. No la miré, no me importaba. Ella era una de las tantas pobres
almas con mente sin neuronas, poco razonable, por las que las mujeres decaían.
Tomé la perilla de la puerta y justo antes de que pudiera abrirla ella volvió a
hablar.
–Tampoco conseguirás que alguien llegué a quererte –añadió
tan simplona–. Pero ¿a quién le importa una insignificante persona cono tú,
John? A nadie –fingió reírse–. Enserio, eres un idiota.
Abrí la puerta y seguí mi camino, sin prestarle la más
mínima atención. ‘No me importa. Idiota’, respondí ante su parloteo.
Después de todo, ¿a que venimos a este mundo? ¿Cuál es
nuestro propósito? Supongo que el mío no era ser querido por alguien; el amor o
el cariño no es algo esencial en la vida. Es algo con lo que puedes vivir sin,
no como el oxígeno. Cuando llegará a tal grado, entonces recapacitaría en ese
punto, pero para mí, esto de la felicidad combinada con amor no existía. No
vine a este mundo para algo tan estúpido, mi propósito definitivamente no era
el de complacer a todos. Yo soy como soy, no cambiaré. No lo haré sólo por las
palabras (ardidas) de una prostituta escolar.
Martes. Ya había pasado otra lenta y dolorosa semana. En
esta cuidad era cada vez más difícil vivir, no podía estar libre de tantas
personas sin importar a donde fuera. Ni en el departamento podía estar en paz.
La vecina siempre llamando a la puerta por problemas ridículos con solución
fácil. ‘John. Mi gato se atoro en la lavadora’. ‘John, ¿me ayudarías a sacar a
mi hámster del sofá?’ ‘John. No encuentro mi sostén’. ‘¡John! Mi tanga rosa
favorita ha desaparecido. ¡Ayúdame!’
La rubia Melanie. Esa era mi vecina. Comparada con otras
mujeres, ella le gana el premio novel de imbécil a (***). Siempre dependía de
alguien para hacer algo, si no se encontraba alguien ella corría por otra y
otra persona. Su inteligencia no le ayudaba para nada, aunque fuese una
imitación barata de esa muñeca ‘barbie’ era completamente tonta. Era un año más
chica que yo, y con tan solo dieciocho años ya se había operado los pechos a un
tamaño como los de Sabrina. Su cerebro estaba hueco, si yo golpeara su cabeza
un par de veces, estoy seguro de que sonaría con eco a la falta de un cerebro.
Ella era capaz de todo, no tenía decencia alguna. Un día, simplemente llegó a
mi departamento sin tocar y completamente desnuda. Sacó un par de tangas y me
las mostró, casi restregándomelas en la cara para tan sólo preguntarme ‘¿Cuál debería
usar, John?’ Ese día estrellé mi mano contra mí cara y la saqué de mi casa.
Aunque hice eso, ella se quedó una hora golpeando mi puerta y preguntándome cual
iba a usar. Los vecinos que pasaban la veían asustada, a excepción de un viejo
y el hombre del último departamento. La observé por la mirilla de la puerta
todo ese tiempo, cuando dejó de tocar me asomé y no la vi. Suspiré ante la
tranquilidad de no tener que lidiar con ella y cuando volteé ella estaba
sentada en mi sillón diciendo ‘¿Te parece que son tan grandes mis pechos? Creo
que son pequeños, ¿debería operarme otra vez? John, tócalos y dime que te
parecen’.
Es insoportable, y aunque mi actitud con todos es la misma a
ella no parece importarle, es como si no entendiera lo que le digo. Era como
hablar con la pared. Nada le importaba, parecía un intento de ser como yo pero
bastante fallido. Melanie era una enferma con problemas mentales. Sí, lo decía
el hombre al que todas las personas le han dicho lo mismo, pero yo estaba en lo
correcto, mientras que los demás sólo hablan por hablar.
Me acosté en el sillón por un largo tiempo a meditar sobre
la pobreza en inteligencia de la gente. Esto era como un mal libro en donde el
protagonista se encuentra encerrado en un desquiciado mundo donde nadie lo
entiende, él es la única persona normal y todos los demás son simples copias de
poca inteligencia. Él termina por volverse loco o creyente de lo que todos
piensan sobre él y finalmente termina muerto. No iba a pasar eso conmigo.
Miré la ventana, quería perderme un rato en la profundidad
de la nada. Fue cuando me di cuenta de que el atardecer comenzaba a salir,
coloreando los cielos con desagradables tonos rojizos y anaranjados, con un
tono rosado. Me levanté de ahí, tomé mi abrigo y salí. Me conocía lo suficiente
y sabía que si seguía mirando el cielo a estas alturas vomitaría, comenzaría a
pensar en cosas sin sentido y finalmente de tanta porquería me mataría. Ese
sería el final del mal libro, el cual, dije que no pasaría.
Las calles se encontraban sorprendentemente casi vacías, era
bastante raro, siendo que era comienzo de semana y la gente estaría de aquí
para allá en el bullicio laboral. Encogí los hombros y seguí caminando sin
rumbo. Este día en especial me sentía despreciable, no había gente suficiente
para proseguir con mi rutina diaria, no tenía punto fijo a donde ir. Antes de
que me volviera loco, pasé rápidamente por un café y seguí sin voltear. Algo
que hacía, eso que formaba parte indiscutiblemente de mí, era caminar y nunca
hacía atrás. El hecho de hacerlo era para mí como arrepentirme, como querer
regresar a lo conocido y quedarme estancado en el vacío. No puedes seguir la
vida si te quedas en el mismo lugar, no puedo morir ahora tampoco, porque eso
le demostraría a los demás que tenían razón y aunque no me importara que
pensaran, tampoco quería dejarlos con un punto a su favor. Yo necesitaba seguir
y seguir, si no lo hacía probablemente comenzaría a volverme loco entre todo lo
rutinario. No puedo vivir si vivo en el pasado. Recorría este camino millones
de veces, pero nunca me regresaba por el mismo, eso sería regresar al pasado.
Por eso, siempre conseguía un camino nuevo y cuando se acababan, buscaba el que
menos recorría y regresaba por ahí.
Sin darme cuenta llegué a un parque que nunca había visto. No era como uno que hubiese
visto antes, este tenía pocos juegos, un paisaje muy lúgubre y unos cuantos
asientos. Era un lugar perfecto para alguien como yo; una persona sin rumbo y ‘con
problemas mentales’. Tomé asiento en una banca y de sorbo en sorbo tomé mi café.
No contaba las horas que pasaba fuera del departamento, no era necesario
hacerlo, de igual forma no había nadie que me esperara. Contemplé el anochecer por
más de catorce años y esta noche en especial, lucía diferente. Esta leve pero
fría brisa me traía recuerdos. Aquellos que decidí enterrar en lo más profundo
de mi memoria, quemándolos para olvidarme de ellos y no volveros a tener que
enfrentar.
***
Envuelto de toda la cara, mis ojos no pudieron apreciar el
lugar de llegada. Escuchaba las llantas del viejo Golf rechinar a cada tope, y
mi cuerpo sacudiéndose. No escuchaba palabra alguna saliente de sus bocas, sólo
podría escuchar el tráfico de afuera y el ruido de la cuidad. Nadie hablo, yo
no entendía que pasaba. A los cinco años no puedes imaginar que es lo que
sucede cuando te tapan la cara y te prohíben usar tus manos. Tenía un miedo
incontrolable, ellos nunca habían hecho esto antes. Mi pequeño corazón latía
tan rápido que sentí que me daría un paro. Traté de dar mi mejor sonrisa e
inocente pregunté. ‘¿Mami a dónde vamos?’
Ella por su parte no contestó. Comencé a entrar en pánico y
quería destaparme la cara para ver a donde ibas y porque necesitaba usar un
saco en la cara. Al instante que puse las manos en el costal se abrió la puerta
de mi lado y pude sentir unas manos bajándome bruscamente. Me tiraron en el
piso y escuché lo que pudo ser un sollozo. Mamá dijo algo, pero el señor a su
lado la golpeó, o eso pude deducir por el sonido que se produjo en medio de la
nada. Escuché las puertas cerrarse nuevamente y cuando volví a preguntar era demasiado
tarde, ellos se habían marchado. Quité tan rápido como pude el costal de mi
cabeza y cuando mis ojos se abrieron sólo vi la sombra del carro desvaneciéndose
en la profunda oscuridad nocturna. El humo de las llantas junto con el olor a
caucho quemado aún se sentían frescos. Grité tanto como pude, pero nadie
regreso. Nadie lo haría. Impotente ante la situación sólo pude dejarme caer,
tomando mis rodillas y colocando mi cabeza en ellas. Lloré.
Unas horas más tarde cuando decidí tranquilizarme, observé
el cielo. Estaba tan oscuro y la luna lo alumbraba, pocas estrellas la
ayudaban. La fría pero tranquila brisa estremecía mi cuerpo. Los recuerdos de
lo bueno que pasé con mi madre al instante que los iba viendo se iban
esfumando; los de ese señor, aquel drogata inservible, fueron de destrucción.
Pasaron miles de formas en venganza hacia él, era tan pequeño, tan inocente. Un
niño de cinco años no debería envenenar su mente de tal forma, pero gracias a
sus acciones me convirtieron en lo que poco a poco soy. Fue entonces cuando una señora me llevó con
ella, sin saber quién era, sin pregunta alguna. Ella me adopto y esa noche
nunca se pudo borrar de mi mente.
***
Miré con despreció el paisaje, estruje el vaso desechable
del café. Me levanté con ira al haber recordado eso. Estos años me he
controlado, he tratado de no llegar a ser controlado por la inminente ira que
existe en mí, porque si lo hacía, me convertiría en un clon del estúpido señor
drogata. Y eso, sería convertirme en lo que prometí no ser. Maldije de mil
formas a todo lo que me pudo pasar por mi mente en ese momento, no podía ser
mejor. Cuando ese recuerdo venía a mí, de una forma me volvía débil. No
implicaba que me pusiera sentimental, pero mi mente se bloqueaba y no podía
pensar en cómo ser.
Escuché un crujido a la derecha, dándome una señal de otra presencia aquí.
Giré sigilosamente para ver de quien se trataba y cuando miré más a fondo vi y
sentí lo que nunca imaginé. Por ese momento me convertí en el idiota a quien
tanto juzgaba, en pocas palabras, en las personas que tanto odiaba.
0 comentarios:
Publicar un comentario